lunes, 29 de marzo de 2010

El peligroso arte de hacer el pino.


Fernando Castro Flórez.


Barceló no es, la verdad sea dicha, tan mal pintor como parece. Sus esculturas, si tal nombre merecen sin ruborizar a los entendidos en la cosa, son un desastre total. Y las acuarelas, de las que algunos cantan maravillas, son flojísimas. Lo tremendo es cuando todo es presentado en la forma de revoltijo, acumulando piezas unas encima de otras intentando, seguramente, demostrar que el artista es un genio sin paliativos pero, finalmente, consiguiendo que la sensación sea de confusión y desbarre sin contemplaciones. En el primer párrafo del catálogo que han publicado para la ocasión, Catherine Lampert señala que el comisariado es “intencionadamente mesurado”. No puedo entender que es lo que quiere decir, especialmente después de haber recorrido una muestra que es el ejemplo perfecto del horror vacui. Basta con seguir leyendo unas líneas para encontrar otra perla: “Es más, desde un punto de vista anglosajón, la prosa y la adulación parecen separar a Barceló de sus coetáneos”. Seguramente algún hermeneuta avezado desentrañará esta frasecita aunque más difícil será sortear la cantidad de textos de carácter nítidamente hagiográfico que han convertido a este artista en un “spanish hero”. Poetas con ramalazos estetizantes, novelistas nostálgicos de la poesía juvenil, críticos atolondrados y otras especies endémicas en el ecosistema de las artes, han cantado los prodigios del de Felanitx que, como dijo un visionario, “pinta como bucea”. Esperemos que tenga bombonas de reserva porque capacidad para flotar como un corcho ha demostrado que tiene de sobra.
Si uno tiene el tiempo y la paciencia suficiente para adentrarse en la genealogía de este “mito” seguramente se topará con aquellas declaraciones de Rudi Fuchs que son la piedra fundacional de todo el tinglado: “A sólo seis años de la muerte de Franco muchos de nosotros no conocíamos demasiado lo que estaban haciendo los artistas jóvenes en España. Por eso fui a descubrirlo, como un explorador. Empecé a preguntar a mis amigos y colegas. Me dijeron: “El mejor el Barceló”. Sin conocerlo personalmente, me decidí a ver algunas de sus pinturas. Eran muy convincentes, en su libertad formal, viveza y velocidad”. El comisario de la Documenta VII de Kassel confiesa que contemplaba a Barceló teniendo en mente a David Salle o Francesco Clemente, a René Daniëls o Sigfried Anzinger. Menos mal que ahorró el nombre de Kiefer con el que, en ocasiones desafortunadas, se empareja al pintor de las paellas y las bibliotecas. Le falta toda la intensidad, densidad y dimensión épica que en el alemán llega a cotas descomunales. Con todo, una “historia de éxito”, absolutamente descontextualizada, sirvieron para componer un personaje que ha estado en la cresta mediática durante tres décadas. Es realmente sorprendente esa situación especialmente cuando Barceló no se caracteriza precisamente por ser alguien intelectualmente brillante, divertido o con perfil provocador, esto es, carece de todo aquello que permite mantener, con tanta solidez, lo que considero una impostura.
A pesar de que su obra está en el límite de la mediocridad y no ha aportado nada destacable a la historia del arte reciente, Barceló ha conseguido el reconocimiento masivo y, lo más importante, ha terminado por ser una salsa socorrida para todos los guisos de la política cultural. Pertenece, por decisión propia, al club de la ceja (que no es aunque parezca un ámbito de obsesos del mus) y, a pesar de su silencio sonriente, es astuto a la hora de tomar posiciones. Conocidas son sus “intervenciones” en la Catedral de Palma de Mallorca y esa cúpula o bóveda de la diplomacia que terminó como el rosario de la aurora. Barceló comparte con Tàpies el honor de ser el artista vivo que más retrospectivas, premios y homenajes ha recibido. Lo curioso es que consigue que otros tengan la impresión de que está marginado o que no se le hace todo el caso que mereciera. Así se montó el triste espectáculo del Pabellón de España en la última Bienal de Venecia donde hasta él mismo debió darse cuenta de que pasaba con más pena que gloria.
Ahora Fundación “la Caixa”, cuya programación en Madrid está siendo calamitosa, monta, como en el eterno retorno de lo mismo, una exposición cuyo principal objetivo es conseguir colas de dimensiones prodigiosas. Da igual, insisto, qu el montaje sea una chapuza y que el recorrido sea tortuoso, lo importante es colaborar al apuntalamiento del mito no vaya a ser que el rumor de que el rey está desnudo comience a ser tomado en serio. Porque nadie ignora que el “prestigio internacional” de Barceló o su “reconocimiento museístico” es, lisa y llanamente, quimérico. ¿Qué gran museo está preparando una muestra de este artista? No da la impresión de que la Tate, el MoMA o el MOCA de Los Ángeles estén llamando a la puerta de sus pabellones de caza isleños. Tampoco vemos muestras de revisión de lo que ha sucedido en la pintura contemporánea en las que sus cuadros estén incluidos. No pinta nada fuera de nuestras fronteras aunque aquí resulte imposible inaugurar algo sin que él se reboce en barro o haga algún gesto pseudo-picassiano. Tal vez Barceló sea el más cómodo de los productos artístico de “consumo interno” dado que su obra ni es crítica ni incómoda y es mejor gastar el dinero en un monumento al gotelex o en una reconsideración del milagro de los panes y los peces que apoyar a tipos que te pueden morder la mano con la que les has dado la limosna cultural.
Por una vez en su vida, Barceló tiene razones para quejarse: han masacrado sus obras en una exposición que pretendía entronizarle. Sus retratos son monstruosos, el color y la materia es mortecino y el dibujo es facilón, pero si no existe descanso visual porque todo es digno de admiración superlativa, la experiencia visual se torna angustiosa. Basta contemplar las esculturas sobre unos bloques de la construcción para comprender que la estrategia de arruinar a Barceló parece anidar, de forma perversa, incluso en la mente de sus adláteres. Incluso en el remanso de los desiertos blancos han colocado un par de cuadros que chirrían e impiden que aparezca algún atisbo de esperanza. Aunque considero que el tono general de la obra de Barceló es la “sordidez” también tengo que reconocer que tiene el coraje de no enmendar su ambición. Es normal que el elefante haga el pino con la trompa, en una broma exhibicionista estéticamente deplorable. Es, con toda seguridad, el mejor auto-retrato que ha compuesto. Aquello de estar empalmado en la biblioteca era bastante cutre, esto asumir el barrigazo futuro tiene una dignidad inconsciente. Puede que tuviera el presentimiento de que su homenaje tendría matices humillantes.

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